Autumn Sonata (1978) dir. Ingmar Bergman
A partir de actuaciones movilizantes e imponentes, esta obra de Bergman permite instaurar la siguiente pregunta: ¿acaso nunca dejamos de estar atados en una relación de madre e hijo? Tal como también lo plantea la reciente película estrenada en Netflix, The Lost Daughter (2021), se abre la pregunta sobre la maternidad más allá del deseo y cómo a veces las mujeres se ven compelidas a cumplir con estos roles e intentan separarse de ello.
Por Agustina Cabrera
Autumn Sonata cuenta la historia de dos mujeres de miradas fuertes: madre e hija; ambas se reencuentran luego de muchos años de distanciamiento. Eva, la hija, invita a su madre a pasar unos días en su casa con su marido. Pero desde un inicio la trama nos oculta algo: hay secretos, cosas que no quieren ser dichas pero que se insinúan constantemente. Eva, protagonizada por una de las musas de Bergman (y por entonces su mujer), Liv Ullmann, se encuentra al cuidado de su hermana menor, Helena, una joven con discapacidad motriz. La madre, una Ingrid Bergman muy madura, se ve imposibilitada de llevar a cabo dicha tarea, hay algo que parece instaurar una distancia insondable, que no le permite acercarse a su hija menor. O quizás, a ninguna de las dos. Hay una imposibilidad de ser madre en sí misma.
El personaje de esta madre es el claro ejemplo de que en ocasiones no se puede soportar la falta del otro, la falla. No puede ver a su hija sufrir. Ella misma declara su “sentimiento de culpa” y cómo comienza a somatizar su malestar apenas llega a la casa de su hija. Por ende, puede leer entonces aquello que le hace tope, que configura un muro entre ella y su hija menor, que se encuentra totalmente inmovilizada, tan sólo puede emitir sonidos inaudibles y gritar. El grito puede ser ensordecedor, más para aquel que no desea escuchar. Y la madre no quiere. O no puede.
Las relaciones entre madre y esta hija siempre tiene algo de frustrado, también se inserta algo del orden de la rivalidad allí. Hay choques constantes, y acá, en esta película, esos roces son innegables, en tanto que el personaje de Ingrid tiene un carácter avasallante. Toda su vida se la ha dedicado a su carrera como pianista, y ello ha configurado todo un semblante que no puede caer ni moverse. Es una mujer impoluta, fría, muy ocupada como para encargarse de los asuntos del afecto y el amor.
Es curioso cómo a lo largo de la película se van dando una serie de transformaciones en el personaje de la hija mayor. Apenas vuelve a ver a su madre luego de varios años, el rostro le cambia. Se torna completamente aniñada, ubicándose en una posición de hija a ser cuidada y consentida, mimada. Quizás en busca de esa mirada materna que la aloje y la ame.
Mira a la madre con admiración, con aquella mirada infantil que todos supimos tener, creyendo que nuestras madres son las más maravillosas, las más puras, totalmente idealizadas. Es una imagen que no puede caer, y que a la vez debe hacerlo para poder pasar a otra cosa, para poder crecer uno mismo. Esta joven Eva ha perdido a su hijo hace algunos años, y mientras intenta recuperarse de tal acontecimiento, decide comenzar a cuidar de su
hermana menor. Tal vez, es una forma de elaborar el duelo que conlleva un dolor imposible de dimensionar. La pérdida de un ser querido principalmente implica perder el lugar que se tenía respecto de él, en este caso, el lugar de madre, de adulta. Ella misma manifiesta el “haberse creído adulta”. Con todos estos movimientos esas estructuras tambalean, haciendo dudar de lo que uno creía sostener en su vida. Una vida que, a lo largo de la película, vamos conociendo que no era tan armónica como las melodías que toca su madre. Más bien, era una vida ensombrecida de penumbras y ausencias.
Paulatinamente, Bergman va insertando algunas pequeñas escenas infantiles de estas dos hermanas. Recuerdos de esa madre que se ausentaba por meses. Eva, la hija mayor, rememora la felicidad que le generaba volver a ver a su madre: “mi alegría era mayor de lo que podía soportar”. Allí, ya se inserta algo del dolor, la incapacidad de soportar la ausencia de la figura materna. Este vínculo simbiótico sólo se sostenía por un sólo lado, el lado de la pequeña Eva. Enmudecida por todo el cariño que tenía para darle a su madre y no sabía dónde depositarlo.
El personaje de Ingrid Bergman pareciera ser una continuación de su personaje en Europa ’51 (1952) dirigida por Roberto Rossellini: hay algunos puntos de similitudes que no dejan de sorprender. Ambas mujeres son madres poco cariñosas que han descuidado a sus hijxs, priorizando otros aspectos de sus vidas. En determinado momento, acontecen ciertos eventos traumáticos para las dos que hacen caer un torbellino de culpa insoportable. La cuestión reside en cómo ambas intentan reconstruir esa falta, esa ausencia. A partir de una tragedia emocional, algo se mueve, se trastoca, lo cual impulsa un viaje interior para remendar aquel daño realizado. Se trata de intentar hacer el bien, pero para algunas cosas, a veces es demasiado tarde.
Entonces, para concluir, quizás lo más significativo en Autumn Sonata sea la forma en que se hace foco en el rostro como cristalización de los estados emocionales de los personajes. En pocas ocasiones se presentan planos generales, y lo curioso es que los mismos aparecen sólo cuando habla la única figura masculina del film. Cuando el esposo de Helena introduce su perspectiva en esta diada madre-hija, allí el panorama parece abrirse, instaurando un respiro, un poco de aire en esa relación sofocante entre las dos mujeres. Sólo cuando este hombre habla, la mirada se sustrae de ellas para hacer aparecer otra cosa, una pausa, una hiancia al horror familiar. Ese rostro aniñado mencionado más arriba se va poniendo más tenso, más adulto, a medida que el personaje de Liv Ullmann puede enfrentar a su madre, discutir con ella, transmitirle en palabras todos los años de tristeza que vivió. Como si en cada palabra que enunciase cayera el peso del dolor y el paso de los años. Definitivamente ya no es una niña. Puede salir de ese lugar, pero costó el habla, arriesgarse a decir e increpar al otro en lo que hizo mal. Poder poner en palabras el padecer transforma y sana. Y Bergman muestra, una vez más, lo complejo de las relaciones humanas. Aquí, particularmente, las bondades del decir.